jueves, 16 de noviembre de 2017

REFLEXIÓN DE LA PALABRA DE DIOS. Trigésimotercer Domingo del Tiempo Ordinario.

De los dones que Dios te ha dado los demás también se pueden beneficiar si los compartes y los inviertes para que den fruto.


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El domingo próximo celebraremos el final  del Tiempo Ordinario y clausuraremos el Año Litúrgico, en la solemnidad de Jesucristo, rey del universo. Será también un momento para agradecer a Dios tanto como ha sembrado en nuestros corazones a través de la escucha de su Palabra y de los sacramentos que por medio de la Iglesia se nos han regalado en este año.

Venimos escuchando desde hace varios meses las palabras de Jesús sobre el anuncio del Reino de los Cielos, su principal mensaje, y en las que además, en sus parábolas, hemos sido cuestionados en nuestra pertenencia a él.

Es importante cómo la parábola de hoy comienza con el reparto de los talentos que el dueño de un negocio hace a cada uno de sus empleados, porque tenemos que subrayar la gratuidad y el don, pero al mismo tiempo la responsabilidad que nosotros adquirimos cuando se ha depositado en nosotros tanta confianza, no por la cantidad de lo que hemos recibido, sino por el mismo hecho de que nos ha sido entregado en confianza.

Hasta ahí todo bien, pero a continuación la historia se nos va haciendo chocante sobre todo para los oyentes contemporáneos de Jesús que tienen otra mentalidad y otro concepto de la economía diferente al de nuestro tiempo y al de nuestra sociedad capitalista.

En una economía esencialmente familiar como la del siglo primero, se tiene lo suficiente y se entiende que los bienes son limitados. Tu riqueza o pobreza no dependerá tanto de tus esfuerzos o negocios sino de dónde hayas nacido, de tus orígenes, si procedes de una familia rica o procedes de una familia pobre. Por eso, en aquella sociedad, cuando una persona se enriquece es porque lo hace a costa de otra. Esto es lo que explica que la avaricia sea entendida como un pecado muy grave.

Esta parábola nos la inserta Mateo en el contexto de la venida del Reino de Dios, que aunque parezca que se demora llegará según lo prometido. Y cuando llegue, con él vendrá también el juicio de nuestras vidas, donde seremos examinados por lo que hemos hecho y por lo que hemos dejado de hacer.

Vemos que los dos primeros empleados hacen sus cálculos y se proponen aumentar lo que han recibido. Para entender bien esta parábola, hemos de tener en cuenta que la actitud que tienen ambos no es la de enriquecerse sino la de servir, y que su actitud de servicio se ve recompensada y reconocida. El tercer empleado, llevado por la comodidad o la pereza, o por la confianza en conformarse con lo que tenía, no ha producido nada. El reservarse lo recibido le hace perder hasta la dignidad. El amor de Dios es gratuito, pero es un amor exigente porque es para usarlo con los demás. Dios te ama pero para que tú también ames y sirvas a los demás. La fe no es una propiedad para guardarla en una caja fuerte sino que es para vivirla con los demás. En el Evangelio, tener miedo es sinónimo a no tener fe. La fe nos hace arriesgados y atrevidos. Amar a veces nos complica la vida pero nos la llena de sentido. La vida cristiana es darse en gratuidad, y eso alegra a Dios y nos alegra a nosotros mismos.

Vivimos en una sociedad cada vez más egoísta e individualista, donde huimos de los problemas y nos apartamos de las personas que puedan darnos problemas. Nos tienen que importar los demás o nos ahogamos en nosotros mismos.

Aunque todos somos diferentes, todos hemos recibido unos talentos y cualidades que Dios nos ha regalado, y en base a lo que se nos ha dado se nos exigirá. Y Dios nos pide colaboración en la construcción de su Reino y de un mundo mejor, y del mundo que se encuentra a tu alrededor. Si Dios confía en ti, tú no debes defraudarlo, y debes compartir con los hermanos de fe lo que se te ha dado. Dios te da confianza y tú tienes que ser responsable. Y esta confianza ha de vencer nuestros miedos, y esa confianza nos hará crecer y aumentar lo que somos y lo que tenemos. No me puedo conformar sino que me he de superar tanto como Dios espera de mí. 

Esta parábola rompe los esquemas humanos. En este mundo los mejores son los listos, los más ricos, los que más trabajan, los que más producen... Sin embargo los mejores para Dios son los que aman, los que son generosos, los que se entregan. Es verdad que quien mucho da se puede quedar sin nada, pero más vale al final de la vida mostrarle a Dios unas manos vacías pero un corazón cansado de amar y de haber hecho mucho bien. La persona que tiene un corazón estéril sentirá que su vida termina siéndolo también. A lo mejor tú no has hecho mal a nadie, pero tu condena puede ser porque tampoco has hecho bien a nadie. Lo que Dios te ha dado no es para que te lo quedes sino para que tú lo des y lo vivas con los demás. El cristianismo no consiste en conservar lo que se tiene y se es, porque el cristianismo es una donación de lo personal y de uno mismo.

Emilio José Fernández